En
varias clases de la universidad se nos habló de este libro, yo soy Psicóloga, y
hasta hace poco lo pude leer. El autor creo la logoterapia como método
psicoterapéutico, pero en si lo que más trasciende o lo que la mayoría de personas
asocia más este libro fue la experiencia que vivió el autor en los campos de
concentración durante la Segunda Guerra Mundial.
Últimamente
he leído varias historias de la guerra, un episodio devastador, el periodo oscuro
de nuestra humanidad, el cual se vuelve más duro cuando le ponemos rostro con
historias como esta. Las estadísticas dicen que un 3% de la población mundial murió
durante la Segunda Guerra Mundial, un número terrible, lleno de crueldad y espantosos
asesinatos; que al leer libros como este, los que no vivimos en esa época se
nos hace difícil comprender tanta maldad junta.
La
muerte emocional de los prisioneros, el trabajo forzoso, los golpes y la mala
alimentación eran solo una parte de la lista diaria, a la que se sumaban la
falta de sueño y la falta de sentimientos. Este libro es triste en cada página.
Nos sacude bastante en todas las descripciones.
Me
considero una persona bastante positiva, que siempre trato de buscar la parte
buena de las cosas, por lo que quiero copiar este fragmento, que todavía es más
fuerte y positivo de lo que mi mente podría pensar:
“Cura médica de almas.
Recurrí al más trivial de los
consuelos. Dije que, a pesar de estar en el sexto invierno de la Segunda Guerra
Mundial, no estábamos en la peor de las situaciones. Dije que cada uno podría
preguntarse qué pérdidas irreparables había sufrido hasta el momento, y di por
sentado que serían escasas. Los que aún estamos con vida teníamos razones para
la esperanza: la salud, la familia, la felicidad, la capacidad profesional, la
fortuna material, la posición social… Todas esas cosas podían recuperarse. Al
fin y al cabo, todavía teníamos los huesos sanos. Nuestras vivencias en el
campo podrían resultar provechosas en el futuro… Y cité a Nietzsche: “Todo lo
que me destruye me hace más fuerte.”
Luego aludí al futuro. Afirmé con
sencillez que, sin duda, este se presentaba bastante negro. Admití que cada uno
podía aventurar que sus posibilidades de sobrevivir eran mínimas. Les explique
que, aunque todavía no había irrumpido ninguna epidemia de tifus en el Lager,
estimaba que mis posibilidades de supervivencia eran de una en veinte. Pero también
les dije que, aun así, no tenía intención de perder la esperanza y tirarlo todo
por la borda, pues nadie sabía lo que el futuro nos podría deparar, ni siquiera
en la hora siguiente. Y aunque no cabía esperar ningún “milagro” militar en los
próximos días, nadie conocía mejor que nosotros, con nuestra larga experiencia
en el campo, los vaivenes de la suerte, al menos individualmente.”